dissabte, 15 de juny del 2013

Benvenuto Giacometti.

La sala de Recoletos de Mapfre acaba de inaugurar una exposición retrospectiva de Alberto Giacometti que merece muy mucho la pena. Es espléndida. Y está muy bien pensada y organizada. Se nota que viene directamente de Alemania, de la Hamburger Kunsthalle. Lo explica a la perfección la comisaria Annabelle Görgen en el catálogo, al proponer un acercamiento al arte de Giacometti desde el comienzo en la escultura surrealista hasta el más o menos final del proyecto frustrado de la Chase Manhattan Plaza. Así se entienden muchas cosas en esas figuras alargadas, estilizadas pero toscas que uno va encontrándose por diversos lugares en distintas ciudades. Eso ocurre también con otros, más clásicos o más modernos, Rodin, Moore, Botero, Chillida, Bourgeois, etc. Han llegado a ser parte del paisaje urbano. Pero en el caso de Giacometti uno se queda siempre con la sospecha de que esas obras, en su manifiesta extravagancia, encierran más de lo que se ve a simple vista. En ellas aparecen aires de El Greco y también de Rodín por la textura. Ante todo, recuerdan las estatuillas y ofrendas votivas, los fetiches de la Polinesia, pero con elementos de los kuroi griegos y los bajorrelieves egipcios. Pero hay más, mucho más. Este joven suizo-italiano que llega a París en 1922, todavía no sabe si será pintor, como su padre, o escultor. Acabó siendo ambas cosas, aunque él dice que solo era escultor. Por fortuna la exposición no le ha hecho caso y, junto a las piezas de volumen, ha traído abundante obra gráfica, óleos, litografías, bocetos, dibujos que, además del mérito en sí mismos (los óleos de color metalizado son espléndidos), ayudan a comprender mejor su obra escultórica. Como ayudan también las frecuentes referencias biográficas al artista. La biografía siempre es determinante en la obra; pero no siempre de la misma  forma. No es indiferente saber que esta originalísima creación tuvo lugar en un estudio de 18 metros cuadrados, en Montparnasse, París, que el artista utilizó toda su vida. 

Los comienzos cubistas y surrealistas, que yo no conocía, son muy reveladores. Alguna pieza recuerda los ready mades de Duchamp. El surrealismo no como estilo, sino como forma de vida. Hay  un retrato de Giacometti hecho por Man Ray por la técnica de la solarización que viene a ser como una especie de DNI surrealista, si esto no fuera un disparate.. El surrealismo evoluciona y, algunos de sus bronces alegóricos a las relaciones entre los sexos están en el universo daliniano. Pero la obra, aun de poca dimensión, sigue siendo muy maciza. Con las influencias de la Polinesia y la africana se inicia ya la evolución sintetizadora cuyo último objetivo es producir obras de volumen, en tres dimensiones pero reducidas a dos y, en el colmo del delirio, a una, una raya imperceptible en el centro del cuadro.

La exposición se titula Terrenos de juego y estudia la ilusión con que Giacometti acarició siempre su deseo de crear un espacio público urbano con sus obras. Debía de ser como una compensación por el hecho de trabajar en 18 metros cuadrados. El caso es que, cuando recibió el encargo de hacerlo frente al Chase Manhattan en Nueva York, estuvo mucho tiempo trabajando en él, cambiándolo, variándolo, haciendo todo tipo de modelos, solo para que, al final, el supuesto cliente rompiera el acuerdo sosteniendo que el grupo que Giacometti había creado no era lo que él quería. El grupo era la mujer de pie, el hombre caminando y la cabeza gigante. En la exposición falta el busto, pero pueden admirarse la mujer, que es magnífica y el hombre caminando, cruzando la plaza, que no lo es  menos. Los dos fabulosos. Hay quien saca punta a que los dos son como estereotipos; el hombre camina, actúa; la mujer es figura hierática. El mismo Giacometti lo sabía y decía que era la única forma de representación que podía hacer. Bueno, es la licencia del genio.

Es la comisaria quien interpreta que las figuras del Chase Manhattan son la culminación de la obra de Giacometti. Muy posiblemente y por eso, quizá,  pueda interpretarse el rechazo final del banco como una muestra de la perversa relación entre el dinero y el arte. El episodio, que es muy importante en la exposición puesto que la cierra, recuerda otro análogo allá por los años treinta, cuando Rockefeller encargó a Diego Rivera un mural para una de sus sedes, creo (sin estar seguro) que de Nueva York. El artista terminó la obra, el cliente pagó por ella, y procedió a destruirla porque en el mural, entre otras inconveniencias, Rivera había pintado a Lenin. Los banqueros pueden ser anarquistas, según fabula Pessoa, pero no bolcheviques, me malicio.

Los tiempos han cambiado; los bolcheviques llevan camino de convertirse en el lejano recuerdo de una secta, como los cátaros o los albigenses, pero el arte sigue teniendo un potencial subversivo que el capital, en último término, no tolera. Y no lo tolera porque es ciego. Por eso no vio que el artista había puesto a sus pies una alegoría de la humanidad: un hombre, una mujer y una cabeza. La humanidad a los pies del capital. El propio Giacometti, me da la impresión, tampoco supo explicárselo. Por eso cambiaba continuamente los emplazamientos cuando estos son irrelevantes. Lo esencial es el grupo que yo hubiera puesto en la placa que el Discovery lleva a bordo a los confines del universo para explicar a la humanidad y es bastante sosa. Y una trilogía como una sagrada familia profana: la mujer, el hombre y la razón pensante.

Esas figuras "larguiruchas", cual he leído a  algún crítico, que tan bien se integran en todos los paísajes y medios seguirán viajando por el mundo, con esa mirada del hombre hacia sí mismo y una memoria de miles de años incorporadaa en su estilizado porte. Porque "ver es ser", murmura Giacometti, con ecos del obispo Berkeley y por eso se concentra en trabajar los ojos de sus criaturas. Ahora nos miran desde Mapfre.