dissabte, 13 de gener del 2018

Entre bromas y veras

Las chirigotas de Cádiz son irreverentes e irrespetuosas. Deben serlo. Casi todos los festejos populares lo son, según explican los antropólogos culturales. Me atrevería a decir que todos los festejos, populares o no. Pero ese es otro asunto.

El humor no tiene límites ni fronteras. Se los pone el siglo, según el momento en que se viva. Los jueces, por ejemplo, dictan límites muy estrictos a la irreverencia de izquierda (titiriteros, tuiteros con chistes sobre Carrero Blanco, etc.) y muy holgados a la de derecha, especialmente si es anticatalana. 

La chirrigota ha movido a indignación en Cataluña, en donde se habla de delito de odio, por sí misma. Se entiende que el ridiculizado Puigdemont simboliza Cataluña entera. Pero este escándalo está mal enfocado. No puede venir del cargo en la picota porque en los carnavales los cargos no cuentan. Tampoco de que sea un tema político ya que la política, sobre todo la política del poder, es tema preferido de las chirigotas. Lo censurable en la representación es que hace la burla no del poder, sino de su víctima, que toma partido por el poderoso, que pone la chirigota al servicio del mensaje del gobierno. El teatro del poder hecho teatro. Y, peor aun, añade dos mensajes implícitos muy desagradables: es el público el que exige decapitar a Puigdemont (aspecto "democrático") y se da por buena la pena de muerte, cuestión que siempre acaba saliendo en los casos de terrorismo y, si no hay terrorismo, de cualquier cosa que pueda calificarse como "alta traición", sobre todo si viene acompañado de un ladino empleo de la violencia, consistente en ser agredido, no en agredir.

¿Tiene que haber "intocables" para el humor? Pienso que no, aunque eso será cosa de lo que decidan las partes afectadas. Siempre hay profundos y legítimos sentimientos que pueden considerarse injuriados por expresiones de terceros. También es algo que decide el siglo que puede considerar delito hacer chistes sobre el Holocausto, pero no sobre el régimen nazi. Quiza justificado por la disimilitud señalada entre el poder y su víctima.

 Pero, en todo caso, hay que atender a los matices para no acabar metiendo las dos patas: la una, al tomarse a chacota la desgracia ajena y la otra al conseguir lo contrario de lo que se busca pues, lejos de humillar a Puigdemont, esta chirigota lo ensalza sobre sus espectadores, jueces y verdugos entre bromas y veras. Y de la causa de Cataluña, que lo ocupa todo, desde el consejo de ministros hasta los carnavales de Cádiz, ya no hablemos.